Sabemos de melodías, envueltas o no en complejas armonías, que enjugan amargas realidades. Esas gratas sonoridades son más una necesidad básica que un fenómeno pernicioso –como, creo recordar, consideraba Goethe– que obceca la razón e impide el desarrollo de otras tareas. Si bien la música de consumo que atruena a todas horas, mecánica e intranscendente, se hace torturadora y despreciable, aquella libremente elegida y dosificada supone un hálito vivificador y un estímulo para nuestras mentes.Las múltiples sonoridades pertenecen al mundo común de la música, sin calificativos añadidos. Una división simple de la Ars sonora llevaría a calificarla coma buena o mala, bajo criterios técnicos objetivos. Pero la diversidad obliga a hacer diferencias según concepciones estéticas, sin que sea necesario realizar múltiples y confusas parcelaciones. En este sentido, el gran virtuoso de la guitarra portuguesa Carlos Paredes, en su faceta musicológica, consideraba la división de la música en tres clases: Erudita, Popular y Ligera.
La música Erudita o culta coincidiría con la extendida denominación, en el mundo occidental, de Clásica. La Popular sería la de raíz, rural, de autor generalmente desconocido, es decir Tradicional o Folk (Étnica, si queremos, o incluso englobada en el término anglosajón de “World Music”). Finalmente, la Ligera, sin ningún matiz peyorativo, sería la Urbana, bien difundida por los medios y principal fuente de negocio. Esta última abarcaría el Pop, el Rock y demás músicas urbanas expandidas especialmente desde la segunda mitad del siglo XX.
Pero ¿dónde meteríamos el Jazz, verdadera revolución musical del pasado siglo? Este emocionante lenguaje (¡su magnetismo alcanzó a músicos clásicos!), basado en un tratamiento original del material sonoro resultante de la introducción de elementos africanos en la música culta americana de herencia europea –expresión de una tradición negra a través de los medios que el blanco le proporcionó–, rompió moldes y transgredió las reglas que encorsetaban la creación académica. Por ello el Jazz, cuya esencia es la improvisación, el desarrollo de variaciones melódicas y el ritmo, tiene entidad propia.
Entonces, podríamos concluir con esta sencilla y práctica división de la música: Clásica, Tradicional, Urbana, Jazz. Cuatro grupos que no impiden subdivisiones; la clásica, por ejemplo, podemos subdividirla según épocas y géneros: antigua, renacentista, barroca, romántica, contemporánea, camerística, pianística, sinfónica, vocal, etc. Con todo, hoy en día se experimenta con las combinaciones más extrañas y se habla abiertamente de “fusión”; un término, rechazado por los puristas, que pretende la unión manteniendo un equilibrio.
Dejemos aquí la anecdótica fusión… para evitar la confusión. Quedémonos con el arte resultante de la armonización de sonoridades.
Fuente: José Manuel Brea / medymel.blogspot.com


En general, por analógica se entiende cualquier información que retiene el carácter continuo de la señal: el movimiento de la aguja de un tocadiscos, el voltaje que existe en el enchufe de unos auriculares en un equipo de música, las ondas de radio o la velocidad del viento a lo largo de un día. Tiempo o espacio continuo, señal continua. Es decir, señal material y por tanto de infinita precisión. Por el contrario, lo digital presupone un tiempo o espacio fragmentado, discretizado, y una señal expresada mediante números con unas pocas cifras decimales; es decir, números con precisión finita. Cualquier aparato digital tiene finalmente que traducir sus listas de números, sus señales digitales, a un voltaje, un movimiento en la membrana de un altavoz, o un punto de luz en una pantalla. Por tanto tiene que convertir la señal digital en analógica. Un CD de música no contiene el dibujo de las ondas sonoras, sino solamente números que pueden considerarse instrucciones para que el reproductor genere el sonido correspondiente.






















